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09 julio 2017

El Secreto Destino de Luis IX de Francia.

La historia de quien deseaba más ser rey de sí mismo que de los Hombres, porque siempre buscó en su interior “la transparencia unificadora del instante”. Luis IX fue un rey de Francia; hijo de Luis VIII y de la infanta castellana Blanca de Castilla (hija de Alfonso VIII). Luis IX, fue primo hermano del rey castellano Fernando III el Santo.

Una aproximación a su biografía con dos partes diferenciadas: la primera canalizada por Meurois Givaudan y la segunda documentada históricamente. Un contraste que nos ofrece la imagen de un monarca que aspiraba a reencontrar la simplicidad de Cristo y que se ganó la fama de justo y bueno entre la corte europea. 

Resultado de imagen de Luis IX


LUIS DEL DESIERTO.

¿Murió Luis IX en un Cartago asediado por la peste y el tifus, hostigado por las continuas incursiones de los “infieles”, o huyó al desierto aquel rey y santo sediento de soledad y de infinito? ¿Le pudo la fiebre del tifus, o se apoderó de él esa otra fiebre de Dios que le hizo escabullirse entre las tiendas de su campamento y salir a las arenas inmensas, cual errante peregrino en busca del encuentro con el Divino? ¿Optó por la nada quien fuera entonces el rey más distinguido, quien había ganado una fama de justo y bueno en todas las cortes europeas? ¿El que estaba al mando del ejército más poderoso de la tierra, se lanzó sólo, enfermo y desnudo al implacable desierto? 

Esta es la historia de quien deseaba más ser rey de sí mismo, que de los hombres, por que siempre buscó en su interior “la transparencia unificadora del instante”. 

Soldado o santo. 

La historia pone el fin de los días de este rey con fama de místico en el comienzo de su segunda cruzada, en el año 1250, a su edad de 53 años. Dos libros, que acaban de salir al mercado francófono, vienen sin embargo a alargarle la vida a “Luis del desierto” (Montreal. “Editions Le Perséa”). Este es precisamente el título de la obra en dos tomos que ha escrito el francés Daniel Meurois Givaudan. 

Pareciera que nuestros tiempos están también llamados a revelar segundas y aleccionadoras partes. El escritor de temas espirituales afincado en Canadá ha dado luz a una singular biografía de quien ha pasado a la historia como prototipo del rey justo y bueno. La obra es fruto de sus asiduas visitas a los denominados “archivos akásicos”, también llamados por la ciencia esotérica "archivos de luz". Se trataría de unos archivos alojados en otras supuestas dimensiones, que contendrían una información grabada en un "éter" imperecedero. 

Historia o fabulación la narración no deja de ser apasionante. La gran profusión de detalles, la gran viveza del relato, nos invitan a creer que en verdad existen esos misteriosos archivos y que Meurois Givaudan ha vuelto a obtener otro salvo conducto, gracias al cuál ha escrito esta nueva y reveladora obra. Verdad o mentira lo que si es cierto es que el autor nos empuja al escenario de nuestro propio y vital peregrinaje por el desierto interior. La historia de este peregrino medieval desnudándose de todas sus corazas, certitudes y dogmas de fe, hasta abrazar internamente a quienes había combatido, ya “infieles sarracenos”, “ya infieles cátaros”, es también algo de nuestra propia historia personal. 

Meurois Givaudan no nos empuja pues a un desierto medieval, sino a una arenas plenamente actuales, nos invita a destruir unas murallas interiores que todavía perviven y que son las que, tanto entonces como ahora, aprisionarían al verdadero amor que nos habita. 

Luis IX abraza el anonimato con el sólo objetivo de ser rey de sí mismo. El omnipotente monarca tan sólo aspira a tomar las riendas de su propio destino. Para ello errará, pasará hambre sed, enfermedad…; para ello se las verá una y otra vez, como en Cartago, a las mismas puertas de la muerte…, para ello vestirá harapos, desnudará sus pies, mendigará junto con los pobres de Tierra Santa…, pero al final comprenderá y volará alto, pues no hay vuelo superior al de quien abraza por igual a todos los hombres, a todos los credos, a todos los caminos que, con más o menos vueltas, desembocan en un mismo Dios sin nombre. 

Pero vayamos despacio, sigamos con más detenimiento las huellas de este hombre desde su lecho sudoroso en el campamento de Túnez, en el marco del segundo embate que él mismo había desatado contra los “infieles”...

Sed de desierto 

La fiebre se había cebado en el rey al igual que en cientos de soldados, nada más desembarcar en las costas de Túnez. Las conversaciones que en aquellos momentos tenía con Dios tomaban un sesgo final: “¡Tú Padre mío, Tú has visto si el amor en mí superaba al orgullo…, pero de cualquier forma no puedo creer que sólo sonríes a las almas perfectas. Acógeme, te lo ruego, Bello, Dulce Señor!” 

Su cuerpo se vaciaba al tiempo que le asaltaba una suprema lucidez “Es entonces esto la muerte, sentirse más vivo y clarividente que nunca?” Un nuevo hálito de vitalidad asaltó sin embargo su cuerpo ahíto. Abrasado por las fiebres del tifus que diezmaban también su ejército, quien siempre había soñado contemplar Jerusalén, quien había suspirado dejar su corona y convertirse en monje, marchar cual peregrino sin destino, ni retorno, pide una última gracias a Dios: partir solo y errante hacia Él. 

Unicamente comunicó su decisión, su locura incontestable, a sus dos hijos Pedro y Felipe que le acompañaban en la aventura guerrera y a su confesor, Geoffroy de Beaulieu. Les hizo además jurar secreto total. Su plan consistía en dejar al “rey”, allí en su lecho moribundo mientras él partiría en su particular búsqueda de las huellas del Maestro Jesús. En su lugar colocarían el cuerpo de uno de los muertos que atestaban el campamento. Saldría en plena noche, para no ser reconocido por los centinelas. 

En el día acordado se ponía en marcha la aventura. Para los anales de historia, el rey más grande que había tenido Francia dejaba su cuerpo. Al colocarse Luis IX una de las camisas que vestían los sarracenos moría definitivamente el rey. Mientras que el confesor se quedaba en capilla velando el “cuerpo”, sus dos hijos acompañabas hasta los lindes del campamento a un simple “informador” reclutado entre las filas de los “infieles”. 

El “rey” moría pero él iba a nacer. El 24 de Agosto de 1270, el monarca de Lis, se borró definitivamente detrás del peregrino del infinito que le aguardaba. Quien había gozado de todos los dones existentes, se encontraba por fin ante lo que más añoraba: el desierto y la noche. Fatigado de ser rey, Luis IX comenzaba entonces a escribir la más bella historia de su vida. Si Jesús le daba todavía fuerzas se llegaría hasta Jerusalén. 

Peregrino por tierra “infiel”. 

Debajo de la bóveda celeste , huido del campamento de los suyos, tumbado en la arena del desierto, interrogaba a Dios: “Tu nombre está dentro de mí, mas no sé si Tú estas conmigo aquí, si me acompañas en este nueva locura” En realidad que era una gran locura, pues, en el lamentable estado en que se debería encontrar, no podía ir muy lejos. 

Durante la primera semana marchó siempre de noche, hasta que se reveló contra ese peregrinaje clandestino y se decidió a caminar de día. La transmutación que le aguardaba en su larga caminata por el desierto, no tardó en comenzar a operar. Su primer “shock” le sobrevino con esa nueva luz del día, al ver a los niños de los “infieles”. Los contempla entretenidos junto a un pozo y se pregunta cómo podían ser tan hermosos y llenos de vida, aún cuando “el Maligno moraba en sus adentros”. 

No tarda en dejarse seducir por las nuevas situaciones. Se acerca a ellos. Ante la falta de un idioma común, un juego de mutuas sonrisas establece los necesarios puentes. Poco a poco se va introduciendo en la seductora atmósfera de una nueva existencia, quizá incluso de una nueva familia: “Yo no jugaba ya ningún papel. Ellos parecían amarme simplemente por que yo era humano. Me sonreían por que yo no representaba a otro que a mí mismo”. Algo parecido le ocurre cuando ve las palmas datileras y no las siente ya como árboles extranjeros que despuntaban en tierra “bárbara”, sino como dones de Dios que le ofrecían su sombre y un poco de alimento. 

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Al comienzo huía de esa tan “peligrosa” lucidez que le emergía. Quizá, a partir de entonces la verdad no sería sino tan sólo su verdad. El “infiel” quizá también tenía un alma al igual que el creyente. No en vano estos “bárbaros” que él furibundamente había combatido se le muestran particularmente acogedores. Pescadores y pastores le brindan todos amable alimento y cobijo. 

Entre el viento del desierto iba olvidando el color de las joyas de su corona, al tiempo que se percataba de que Dios le otorgaba un regalo mucho más grande: insuflaba su cuerpo de nueva salud y le daba la oportunidad de seguir caminando. Las fiebres iban poco a poco apagándose en su frente. El Cielo le concedía otra oportunidad. 

Un sentimiento de creciente libertad le nutría: “Ya no más sillas reservadas, ni pesados cinturones a colocarse de buena mañana; ya no más órdenes que dar, ni autoridad a preservar, ni siquiera una capilla ante la cuál arrodillarse”. No tenía ningún papel obligatorio que jugar. Disfrutaba amando aquello que le acercaba el destino. 

A partir de entonces se instala en una intensa búsqueda que no cesará hasta el final de sus días. El desierto le revela su verdadera condición de explorador de infinitos. Antes era una eminencia en Europa, desde numerosas cortes le solicitaban sus consejos, pero ahora él necesitaba esconderse y con los pies desnudos, en absoluto incógnito, avanzar hacia una Jerusalén cada vez más de adentro que de afuera. A sí mismo se preguntaba cuál de sus dos condiciones se acercaba más a su verdadero ser, la de rey o la de peregrino. 

Había creído con gran ingenuidad que el Divino había puesto sobre sus espaldas gran responsabilidad en la expansión de la paz, pero poco a poco se percataba de que en realidad era su particular paz lo que había instalado en los campos de una emergente Europa. Extasiado en medio de un desierto desnudo, arrobado en el corazón de las arenas inmensas, quien había mandado construir las más formidables catedrales de Europa, se decía a sí mismo que las iglesias no eran sino edificios para los incrédulos: “Habían sido inventadas para quienes no habían alcanzado a apreciar la Presencia de Dios en todo”. 

“Peligrosa” lucidez. 

A fuerza de haber aspirado siempre a más, empieza a verse quemado por una suerte de fuego místico; a fuerza de errar por su geografía íntima, su fe no entra en crisis, pero sí definitivamente sus creencias. Al comienzo de su peregrinaje rehuía la invitación que a veces le hacían los sarracenos de rezar junto a ellos. De sumarse a sus rituales, de alguna forma, se vería obligado a admitir que sus salmodias eran también verdaderas. Vivía sus oraciones personales como el canto natural del alma humana y en el fondo el sabía que no había desentonación alguna en ese similar canto que elevaban los sarracenos. Sus oraciones satisfacían también una misma sed humana. 

Quien desenvolviera toda su vida entre los nobles de su propia corte, se sorprendió con la humilde hospitalidad de las familias beduinas y se daba cuenta de que no existía más que un tipo de nobleza: la del alma. Al caer el día, alrededor de la hoguera, junto a la gente sencilla del desierto se apercibe de que la verdadera religión era simplemente eso: un compartir en torno al fuego del amor. 

Paradójicamente, los “bárbaros” que va encontrando por el camino se comportan como los mejores cristianos que había podido antes conocer. Se resistía a concebir que quienes le habían proporcionado tan generoso cobijo cuando se encontraba enfermo en mitad del desierto, estuvieran destinados a las llamas. Comenzaba a poner en duda la tiránica exclusividad de sus creencias. 

En medio de la libertad y la paz que respiraba, va perdiendo el interés de probar que la su razón es la mejor y que se encuentra en el derecho más legítimo. Operaba ya la metamorfosis del desierto, comenzaba a sentirse que ya no era rey de otros, sino simplemente de su propia vida y destino. Con la libertad también cierto temor de esa nueva lucidez que le emergía y que derrumbaba los sólidos “castillos” que había construido y armado a lo largo de toda su vida. Moría la pretensión de querer decretar, por encima de todo, la supremacía de la cruz y la “flor de lis”, signo de los reyes capetos. Con el desierto le vino también el suave frescor del olvido. 

En el fondo de una barca de pescadores que le empujaría un poco más en su trayecto hasta Jerusalén, encarado a un cielo de luciérnagas infinitas abrazaba con fuerza el Dios de su infancia, se acurrucaba contra Él, a fin de que no le llevara a un “vértigo demasiado grande”. Piensa para sí que al Dios de verdad pudiera ser que jamás le hubiera interesado el latín y que, por ejemplo, no hubiera sabido nunca el nombre de lo papas: “Seguramente El lloraba en el fondo de cada uno de nosotros a fuerza de haberle estrechado”. 

La risas que comparte con los pescadores le hacen olvidar que ellos eran “bárbaros” y que un día les había declarado la guerra: “A falta aún de comprenderlos, comenzaba a amar a aquellos ‘malvados’ que antes no eran sino los embajadores del propio Cornudo sobre la tierra. Amarles simplemente sin plantearme otra cuestión. Eran humanos, tenían una vida y eso satisfacía a mi alma fatigada”. A fuerza de relacionarse con los “infieles” la pregunta cobraba más fuerza: “¿En qué lado reposa la verdad, en una fe más que en la otra?” 

El lento peregrinaje le va revelando que Dios no se encontraba de ningún lado en particular: “El se halla tan sólo del bando de la Vida, con todas las vueltas que ella inventa para llegarse a fines que nos superan. Su Plan sonríe al infinito contemplando nuestras insignificantes tribulaciones cotidianas”. La bondad comenzaba a perder color y frontera… 

El “Peregrino”, tal como se hacía llamar, escondiendo su verdadera identidad, va despertando a una forma de ver y entender el mundo realmente mágica. Al contacto con las tribus beduinas del desierto comienza a balbucear su propia lengua y toma cuenta de cómo la sonoridad de una palabra puede, en buena medida, definir nuestra relación con el mundo. 

Milagrosa osamenta. 

“Una vez más mi alma corría delante de mío”, paso tras paso va borrando el orgulloso inmovilismo, sin falla aparente de su universo anterior. Sin una iglesia, ni altar donde recogerse, privado de cantos, de ritos cristianos, le parece que se va convirtiendo en un verdadero cristiano. 

Por fin, llega a los lugares santos y se da cuenta de que éstos no le convierten en más creyente, según la idea de cristiano que a sí mismo se había hecho. No sin rebeldía se pregunta “¿Cuál es, pues, esta extraña religión que me habita?” 

La ciudad santa no le llena. “La verdadera Jerusalén es el alma de toda la creación terrestre que ‘respira’ por fin”, se dice a sí mismo. Una Voz, que se le acerca cada día con más familiaridad, refuerza su visión: “Mi tumba crece en la roca de cada corazón que dice no a la apertura del alma”. 

En una Jerusalén que no le procura más inmediata redención que las ardientes arenas del desierto, es convidado a una sopa en la casa de la Orden de los Hospitalarios. Comparte mesa con un caballero francés, Pierres de Montargis, que por primera vez, y muy a su silencioso pesar, le da las noticias del mundo. 

Le habla de que el hijo del “fallecido” rey de Francia había llevado los huesos de su padre en procesión por toda la Francia y que multitud de milagros se habían sucedido al paso del osario. El caballero buscaba los ojos de asombro de su compañero de mesa, pero el otrora rey no se los ofrece, más bien los esconde. 

El caballero insiste. Le comparte que Luis IX había muerto a las tres de la tarde, “al igual que Jesús nuestro Señor”, lo cuál constituía de por sí otro signo milagroso. 

-“Eres tú bobo para no haberte enterado de nada de esto…” 

Montargis le había asestado un duro golpe. El Peregrino empieza a dudar de todo: “¡Sus huesos habían obrado milagros…!” El mundo se le aproximaba de nuevo con toda su colección de mentiras. Los milagros ya no eran tales, no pertenecían al fin y al cabo a Dios, sino a la pura invención de los hombres. “¿Y los milagros del Jesús…? Habrían sido ellos también inventados…?” Las dudas golpean al hombre del desierto cada vez con menos pasado, cada vez más desnudo de sus dogmas y creencias. 

Opta por apartarse de nuevo de la mundo. Se retira al Monte de los Olivos donde toma la condición de un simple mendigo. Allí, en las mismas pendientes donde orara el Maestro Jesús, repara en que los verdaderos “infieles” habían sido quizá ellos, que habían venido a sembrar la guerra donde Él no había deseado sino la paz. Quien gozara de las mayores fortunas entonces existentes, sobrevive alargando una mano temblorosa de pudor al borde de los caminos del lugar santo.

Fuego sanador. 

La llamada de ir aún más lejos le arranca de Jerusalén, en una nueva exigencia de intrepidez. Vuelve al desierto, pues “mis ojos tanto abiertos como cerrados, no se colman nunca de él”. Se instala en la cueva de una colina junto al Mar Muerto. En sus orillas, los cristianos nestorianos acaban convenciéndole de que es tarea baldía intentar convertir a un hombre: “Al fin y al cabo es el alma la que decide el perfume profundo que desea respirar”. 

Absolutamente todo se le va cayendo. Llega a un punto que le parece imposible que en Acre, en Tiro, en Sidón o Constantinopla se estuviera en esos momentos combatiendo por la imagen de un Dios que pertenece por igual a todos. Ya no podía creer en la destrucción de los “bárbaros” con el pretexto de que daban a Dios otro nombre diferente del que ellos habían aprendido. 

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Tras los caminos apartados de “fuego y agua”, el Maestro Jesús vendría a mostrarle uno de tierra, junto a los humanos. En su retiro de la cueva, una poderosa Voz lo arroja de nuevo al mundo: “Sal de tu roquedal, y sírvete de aquello que te ha sido dado. Es llegado el tiempo de abrir tus brazos y la palma de tus manos”. El “Peregrino” obedece y se pone a curar como loco. Enseguida se extiende por toda la comarca su fama de sanador. Por supuesto no tenía preparación alguna, ni había hecho ningún cursillo de sanación espiritual. Se trataba de algo tan sencillo como poderoso: 
“Un fuego pasaba a través mío y yo le abría el camino de mi corazón. Después fluía hacia mis manos como un río y eso era todo. Ni siquiera podía pronunciar palabra. El resto no me pertenecía…” Pasó tres años viendo como cicatrizaban con rapidez aquellas heridas sobre las que ponía las manos. 


Extracto del libro: "Luis del desierto" de Daniel Meurois

Red Aroa


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