El perdón es el mejor y más potente disolvente Kármico que jamás
ha existido y existirá. (Jesús de Nazaret)
Pedir perdón y perdonar al prójimo es un proceso complicado que exige profunda conmiseración, humanidad y sabiduría. Históricamente, está comprobado que sin perdón no puede haber amor perdurable; ni enmienda, ni evolución, ni verdadera libertad. En su libro Love is Letting Go of fear (El amor es desterrar el miedo), el doctor Gerald JampolsKy dice: "El odio, el resentimiento y el rencor son sentimientos que anulan al individuo, son contraproducentes, erosionándolo intelectual y emocionalmente".
Por lo tanto, quienes aspiren a mantener relaciones duraderas deben imponerse de la mecánica del perdón. Desde luego, si hemos de convivir, siendo tan débiles y vulnerables, tendremos gran necesidad de él.
El perdón es un acto voluntario. Es una elección deliberada. Podemos optar por perdonar o no perdonar. Pero debemos recordar que ser perdonado y perdonar implica una misma mecánica. Si pretendemos que se nos perdonen nuestras transgresiones, nosotros tenemos que perdonar las de los demás. Si no podemos perdonar, no vamos a esperar que los demás nos perdonen.
Cuando nos entregamos con amor nos hacemos vulnerables. Nunca estamos seguros. Nos exponemos al desengaño y al sufrimiento. Cada uno de los individuos que forma una relación tiene su propia historia y sus propias experiencias. Cuando se unen, generalmente pretenden iniciar una nueva vida, compartiendo nuevas experiencias. Pero ello no es fácil, ya que todos actuamos condicionados por nuestros viejos temores, ilusiones y hábitos y todos somos diferentes e imperfectos, por lo que la nueva convivencia suele traer conflictos.
Al sentirnos ofendidos, inmediatamente culpamos al otro. Nos vemos como las víctimas. A nosotros, "los inocentes", nos han hecho una jugarreta. Por lo tanto, tenemos derecho a exigir justicia. Y creemos que se ha hecho justicia cuando podemos herir a los que nos han herido, defraudar a los que nos han defraudado, atormentar a los que nos han atormentado.
Deben sentir el peso de nuestra venganza inmediatamente, y si es posible, seguir sintiéndolo siempre. Estamos convencidos de que sólo así se expiará la ofensa. Sólo así se saldará la cuenta y dejaremos de sufrir. Al fin y al cabo, la culpa fue del otro. ¡¿Acaso no estamos siempre seguros de que la culpa es del otro?!
Buscamos venganza porque sabemos que nos proporcionará un placer. Pero, ¿es así realmente? ¿Cuántos de nosotros, después de hacer grandes esfuerzos para vengar una afrenta, una vez conseguida la venganza, nos hemos sentido vacíos y solos? ¿Qué satisfacción puede producir que el otro sufra si nosotros seguimos sufriendo? ¿De qué sirve exigir ojo por ojo, si después de saltarle el ojo al otro nosotros seguimos tuertos?
Cuando hemos sido ofendidos por aquellos a quienes amamos, parece como si perdiéramos años de convivencia. Una convivencia que tal vez nos ha deparado muchas alegrías y que, para haber durado tanto, sin duda habrá consumido mucha energía intelectual y sentimental. A pesar de todo, con una frase hiriente, un acto desconsiderado, una crítica desabrida, podemos destruir hasta la más tierna relación.
Inmediatamente olvidamos las cosas buenas y nos ponemos a urdir novelas de odio. Esto hacemos en lugar de asumir el reto que supone hacer una valoración justa y avenirnos a una confrontación ecuánime. Cerramos los ojos a la posibilidad de que en el acto de perdonar y mostrar compasión podemos descubrir en nosotros mismos cualidades y posibilidades insospechadas para la futura convivencia. ¡Y es que somos orgullosos!
Preferimos entregarnos a actividades negativas que nos impiden perdonar; alimentar la creencia de que apartándonos y huyendo de la situación mortificaremos al otro y la distancia nos curará; abrigar la ilusión de que la evasión puede remediar las cosas; creer ingenuamente que hiriendo, avergonzando, culpando y condenando nos sentiremos mejor.
Somos incapaces de comprender que al negarnos a practicar la tolerancia gravita sobre nosotros todo el peso muerto del odio, el sufrimiento y la venganza interminable, agobiándonos a nosotros más que al malhechor.
Desde luego, perdonar no es tarea fácil. Nuestra razón no tiene fuerza suficiente para rasgar esa intrincada tela de sentimientos que nos envuelve cuando nos sentimos heridos. Antes que afrontarlo, preferimos acusar, condenar, retraernos.
El perdón nunca puede darse en un atmósfera de acusación, cólera y antagonismo. Empezaremos a perdonar sólo cuando veamos en el culpable a una persona como nosotros, ni mejor ni peor. Debemos tener presente que coexistimos como mortales en este mundo, todos juntos, ofendidos y ofensores y que dada nuestra común humanidad, podrían trocarse los papeles con suma facilidad.
Nos resulta difícil imaginar que, en otras circunstancias, nosotros podríamos haber formado parte de las fanáticas Juventudes Hitlerianas o ser uno de esos psicópatas incapaces de discernir entre el bien y el mal. Con frecuencia nos resulta imposible aceptar la verdad de que "de no ser tú, podría ser yo". Porque es verdad.
Dividimos el mundo en buenos y malos y nos colocamos en el lado de los buenos, cada vez más alejado del otro. No obstante, sólo identificándonos con el otro podemos empezar a comprender y perdonar.
Del libro: "Amándonos los unos a los otros" - del Doctor Leo F. Buscaglia